La materialidad de la luz se puede entender desde múltiples perspectivas. Principalmente, podemos estudiarla generalmente según el lugar que ocupe en uno de los dos términos contrapuestos de la relación sujeto-objeto. Esto quiere decir que la luz se puede analizar de dos maneras dependiendo del lugar en el que la situemos, que no necesariamente implican una contradicción.

Por un lado, la luz se puede comprender como una especie de sujeto en el sentido de que, al igual que un sujeto que proyecta contenidos al exterior y no se limita a recibirlos, las ondas electromagnéticas de la luz pueden proyectar por medio de un efecto de reflexión. De este modo, la luz queda contenida en el espacio de creación mismo y de emisión de rayos al exterior.

Por otro lado, la radiación de la luz al exterior no es inmediata, sus ondas se propagan en el espacio, atravesando el vacío, sometidas a una velocidad constante. En este itinerario, la luz como resplandor externo ilumina la sombra y nos permite descubrir figuras que parecían ocultas. La luz pone un límite luminoso a una zona y nos permite construir y estructurar la realidad mediante su relación con otras materialidades. La luz, por tanto, demanda la atención de nuestros sentidos, ya que indica que algo ha ocurrido o todavía ocurre. Quizás sea una especie de pórtico o, en palabras de Bachelard, “un cosmos entreabierto”. O, incluso quizá, la luz se pueda comprender como un objeto en el sentido en que, precisamente, queda atrapada en los distintos objetos que nos ilumina.

En suma, la materialidad de la luz es ambigua, pues nos permite representar otros objetos, pero la luz misma no es representable. Allí donde hay luz absoluta no se ve nada, pues nada hay que ver. De modo que, si bien la luz tiene una dirección, no tiene una residencia en particular, pues se localiza en el objeto iluminado.

En general, esta disyuntiva que afecta al lugar que ocupa la luz daría paso a un dualismo entre luz y oscuridad, entre vista y ceguera, entre lo tangible e intangible. Pero si nos fijamos más concretamente, la luz toma muchas variaciones.

No podemos hablar de la materialidad de la luz sin tener en cuenta que la luz puede ser natural o artificial. Por un lado, la radiación solar es la fuente más importante de luz natural, y a su intensidad y color varían a lo largo del día y durante el año. Otras fuentes de luz natural serían las estrellas, el fuego, los relámpagos o la bioluminiscencia de algunos organismos vivos. Dentro de la luz artificial, su materialidad sería distinta en función de si se tratase de bombillas, microondas o pantallas, por ejemplo.

Según el espectro electromagnético de la radiación que incida hay luz visible, pero incluso luz invisible como la de los infrarrojos y la luz ultravioleta.

En la superficie de las cosas, sus ondas se pueden comportar a su vez de múltiples maneras: pueden ser polarizadas, absorbidas, refractadas, difractadas o reflejadas. Pero su incidencia no se queda en la superficie, pues su calor puede penetrar en el interior de las cosas.

Asimismo, la luz puede cumplir distintas funciones, desde iluminar un espacio hasta modificar nuestras percepciones y sensaciones de un lugar. La luz puede ubicar algo, enmarcarlo, y guiar así nuestros sentidos.

Nosotros podemos controlar la luz, reproducirla, contenerla, fijarla, medirla, modificar su dirección, etcétera.

En definitiva, la luz tiene distintas propiedades, establece relaciones de causalidad y reciprocidad con otros elementos, a veces contingentes y a veces necesarias. Y de acuerdo a estos parámetros, la luz, dentro de las categorías espacio-temporales, adquiere sentido como un objeto.
LUZ