La lámpara está formada por una tulipa de piel que adopta una forma de semiesfera irregular. Esta se abre hacia abajo y proyecta una luz tenue, difusa y cálida. Lo primero que me viene a la cabeza es que es un objeto cálido. Cálido y extraño, acogedor y violento, íntimo y animal como un dibujo de Kiki Smith. En el cartel de la sala puedo leer “Técnica descriptiva: Acrílico, lápiz, madera, papel, cuero sin tratar, vinilo, lienzo, metal, bombillas y cable eléctrico. Dimensiones: 1.240 x 655 cm. Categoría: Instalación”. Pendiendo de un hilo que llega hasta el techo, la lámpara se suspende a una altura baja, sobre un tocón de madera elevado por finas patas que forman una tosca mesita. El dúo lámpara-mesa se repite cuatro veces en la instalación. Cada lámpara se sitúa a una distancia variable de su tocón, pero siempre muy cerca de éste, dejando mucho espacio hasta el techo de la sala. Parece una conversación en la que cada lámpara está colocada para poder leer el dibujo que trazan las vetas de su mesita.
Ésta lámpara no tiene nada que ver con las otras lámparas o luces del museo, en primer lugar porque forma parte de una obra de la colección: la instalación de Ree Morton "To each concrete man" que es a su vez una pieza rara en su contexto, como un espacio desencajado que abre una grieta entre las salas del museo. En segundo lugar, una lámpara es un objeto diseñado para iluminar, pero esta lámpara resalta una penumbra inusual en un edificio que suele estar inundado por una luz blanca y estridente. La luz que produce y filtra esta lámpara toca las paredes negras con una suavidad que parece un acto de rebeldía frente a la dureza de los focos y halógenos que apuntan a las piezas de las otras salas. En tercer lugar, la materia sobre la que se construye parece un recordatorio de la degradación propia del mundo de los objetos, proceso que el museo pretende congelar. Aquí se encuentra el gran choque entre la materialidad de la pieza y la obsesión del espacio en el que se encuentra: lo doméstico frente a lo quirúrgico, la degradación propia de lo orgánico frente a la conservación impoluta de la obra de arte.
"To Each Concrete Man"
Ree Morton, 1974. Técnica mixta. MNCARS
“La arquitectura es piel y huesos”
Mies van der Rohe
Una lámpara desde el cuerpo. La piel de los espacios
La piel no es parte del cuerpo porque es su gemelo, su sombra, esa parte del cuerpo que, adhiriéndose tan estrechamente a él, también es capaz de desprenderse de él, pero llevándose todo el cuerpo con ella, como en las llamadas “experiencias extra corporales”. La piel posee y precede su capacidad para encarnar el cuerpo entero, significa que está siempre por encima del cuerpo, frente a él, como otro cuerpo. La piel es así siempre en parte inmaterial, ideal, extática, una piel que camina.
Steven Connor. The Book of Skin [1]
Si la abertura no es intencionada o natural, cuando la piel se separa, corta o abre por accidente, la función de envolvente colapsa. Aparece la herida, falla por la que asoma el interior prohibido, la visceralidad secreta del cuerpo. Entonces la costura es remiendo, cicatriz: las dos partes que se han separado han de repararse volviéndolas a unir con hilo y aguja. La cicatriz será la huella de esta acción que implica reparar algo y al mismo tiempo ejercer una cierta violencia con el afilado instrumento que atraviesa la piel. Y del mismo modo la costura que cura también construye fuera del cuerpo. Puede que sea una de esas metamorfosis de las técnicas que Semper [2] denominaría “la Transmutación de la materia” por la cual la costura textil se aplica al cuerpo y viceversa. Semper defendería también en su discurso sobre las técnicas el “principio de la sinceridad constructiva” por el que la obra debe mostrar siempre los nudos o costuras por el que los materiales han sido ensamblados. Sobre la superficie de mi lámpara las costuras sinceras aparecerían como violentos puntos de sutura.
No me alejaré de Gottfried Semper para seguir pensando acerca del contacto entre mi lámpara y su espacio. En su trabajo acerca de la evolución de la arquitectura Semper defenderá el protagonismo del principio de la envolvente en la creación arquitectónica al ser este el encargado de “la definición del espacio”. En la tesis doctoral "Bekleidung, Los trajes de la arquitectura" [3], Óscar Rueda Jiménez estudia el impacto de las teorías de Semper en la arquitectura moderna y para ello comienza citando la visión del arquitecto acerca de las pinturas con las que se vestían los templos y edificios de la Antigua Grecia: "Semper argumentaba que la policromía actuaba como una fina piel translúcida que convertía la arquitectura en una entidad orgánica, la dotaba de 'personae' y la emancipaba de la materialidad inorgánica del mármol blanco". La envolvente, que Semper identifica en primer lugar con lo textil, no es sólo el origen material de todo principio de construcción espacial sino que también es lo que lo transforma en un lugar habitable, orgánico y “con alma”.
Pienso ahora en las habitaciones-piel de Heidi Bucher como una extensión de la materialidad de mi lámpara que abarca toda una arquitectura. En el trabajo de Bucher la casa es cuerpo, adopta su materia y su lenguaje. La piel -o su simulacro- opera como material aurático, como en las esculturas de David Bestué donde el material de construcción tiene una memoria propia que se transfiere al objeto que produce, o como un exvoto que encarna ese vínculo casi mágico entre objeto y cuerpo. Las habitaciones de Heidi Bucher mudan su piel, exudan su pasado y su memoria definida por los que han vivido allí. La piel se revela como sede de la memoria en una casa táctil y simbólica, porque antes que material, es la parte del cuerpo sobre la que se imprime el paso del tiempo, es receptáculo de recuerdos y transformaciones. Tanto mi lámpara como las habitaciones de Bucher se forman con material orgánico, empático, maleable. Como apunta Barthes cuando escribe sobre los juguetes de madera tallada que tanto añora -objetos que crecen y se desgastan con nosotros, en contacto con nosotros-, aquella materia que muta significa que tiene posibilidad de ser algo distinto a lo que es hoy y, por eso, despierta la imaginación. [4]
Antes que material de producción, si hablamos de su dimensión corporal, física, la imagen de la piel separada del cuerpo conlleva siempre una tremenda violencia. Es la presencia de una ausencia, el rastro dolorido de un cuerpo que ya no está. Desde las mudas de las serpientes hasta las escenas de despellejamientos, la piel por si misma presta una imagen más palpable de la muerte que el propio cuerpo inerte. El término en inglés para designar ese pellejo sin cuerpo, sobre todo cuando es una piel animal que se emplea como materia prima, es "hide", palabra que también se emplea para el verbo “esconder”. En este juego de polisemia podemos llegar a la idea de que la piel, aun separada del cuerpo, sigue funcionando como velo o envolvente que cubre y esconde algo que debe permanecer en un interior oculto. En el caso de mi lámpara lo que contiene esta envolvente es luz. Luz que se vierte y proyecta desde el interior por una abertura intencionada.
Una lámpara para el ensueño. La luz de las colecciones
Un museo no es una casa. No es un espacio ni remotamente habitado. Es un espacio empeñado en congelar la mutabilidad de los objetos del modo más frío y aséptico posible. Recordando a Barthes, quizá sea este el motivo por el que hay que hacer tanto esfuerzo para que la imaginación penetre las obras. Partiré de la idea de que los museos son, como escribe Foucault, “heterocronías en las que el tiempo no deja de amontonarse y encaramarse sobre sí mismo […] la idea de acumular todo, la idea de construir un archivo general […] un lugar de todos los tiempos que esté fuera del tiempo, e inaccesible a su mordida, el proyecto de acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un lugar inamovible.” [5] Creo que la idea de Morton al construir estas lámparas tenía más que ver con el hogar, el espacio doméstico –no por ello menos extraño- que con las salas de una institución museística. Sin ánimo ninguno de dirigir este texto hacia la crítica institucional y partiendo de esta impresión de que Morton construye la escenografía de un lugar habitable, nuestra lámpara actuará como puente hacia otro tipo de heterocronía, una que se mueve en la luz tenue y unificadora que ella proyecta: la casa del coleccionista. Esta aparece como un espejo invertido del museo, un espacio profundo, denso y oscuro, un lugar que recoge el cuerpo, un lugar envolvente y unificador, un lugar habitable.
En el breve texto "Desembalo mi biblioteca" [6] Benjamin nos describe una colección que ha de ser necesariamente personal. Él recalca que no se puede producir el placer del coleccionista en un espacio público. Debe ser una casa o, al menos, un espacio íntimo y personal. El motivo de que sea así es que la colección es siempre un espacio para el ensueño. Como ocurre en la casa que Bachelard describe, aquí “los verdaderos bienestares tienen un pasado. Todo pasado viene a vivir por el ensueño, en una nueva casa. […] Algo cerrado debe guardar a los recuerdos dejándoles sus valores de imágenes” [7]. Del mismo modo Benjamin habla de la habitación como estuche: espacio para guardar, mostrar, adornar con huellas del mundo que “merecen la pena”. El coleccionista también lucha contra el principio de desaparición. Acumula y organiza objetos que son representaciones y puntos de referencia de un mundo en constante transformación, haciendo de ese espacio un atlas propio que sustituye el caos inabarcable del mundo por un relativo orden, una posesión estable e ilusoriamente permanente. “Lo que fascina al coleccionista es meter cada cosa en un círculo mágico que lo congela” dice Benjamin. Rodearse de libros para leer y guardar el mundo conlleva rodearte de tu mundo.
Ahí, en la madriguera, puede vivir la ilusión de haber salvado una cosa de la tiranía de la utilidad y del consumo. Se sumerge en ese lugar como dentro de un sueño, que lo liga materialmente al fragmento en el que busca, en contra del mismo mundo, salvación. Al gran mundo de la impermanencia opone el pequeño mundo de las cosas fijas, de una rígida y medusea belleza. […] No descubre que en la imagen de las cosas, tan paralizadas en la colección, es posible leer, como en a instantánea que aflora de la polaroid, el caos que gobierna el mundo de las cosas.
Franco Rella. Metamorfosis: imágenes del pensamiento. [8]
Habitar en el aire
Nuestra lámpara, como las paredes de Bucher y los ensueños de Benjamin, se eleva y suspende en el espacio. No tocar el suelo es otra forma de no tocar el tiempo, es una huida del mundo, una forma de habitar fuera de él. Porque lo que no toca el suelo (ni la pared, ni el techo), lo que está suspendido en el aire, parece resguardarse del fluir de los objetos para entregarse al fluir de los recuerdos y los sueños que transcurren siempre en las alturas. Del mismo modo que el coleccionista dentro de su círculo mágico, lo que habita en suspensión se transforma en un fantasma que se debate entre la presencia y la ausencia; aunque enfrente de nosotros estará siempre en otra parte, siempre muy lejos, separado por el abismo y el silencio del sueño ensimismado.
Desde esa suspensión mi lámpara de piel tiene una forma distinta de tocar. Una acorde con su condición de fantasma. El sentido del tacto se manifiesta en ella desde su forma más inmaterial y delicada: la luz, como una extensión de la yema de los dedos, conecta la lámpara con aquello sobre lo que se proyecta. Esa forma de “tocar” lo que la rodea, el modo en el que la luz se posa sobre nosotros, funciona como el infraleve de una caricia. Recurro otra vez a las palabras de Steven Connor cuando escribe acerca de ese punto en el que la sensación se produce entre contacto y no-contacto sobre la piel:
Tocar con la luz
<<… como una escarcha o pátina, que es de hecho tan fina e intangible que no está claro cuando está siendo sentida y cuando recordada. Esta es la paradoja de esta interface; existe un punto exacto en el que, ni en contacto directo ni fuera de él, la exactitud se vuelve imposible. Porque no es posible distinguir la actualidad del tacto de su fantasma o aura. La cualidad de este tacto será como la de un suspiro>>
Steven Connor. The Book of Skin
Este es el contacto que une al fantasma de piel con los objetos que le rodean. Así, desde su posición suspendida, la lámpara también se hace en función de lo que ilumina. ¿Y qué ilumina la lámpara? Mi lámpara en una biblioteca ilumina los libros para sumergirnos en ellos. Mi lámpara en una habitación habitada acaricia la piel de otro cuerpo. Mi lámpara apagada o en un exterior a la luz del día, queda privada del poder de señalar nada fuera de ella y se encierra en su materia. Mi lámpara eclipsada entre halógenos de un museo es un faro a pleno sol.
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1. Connor, Steven (2004), The Book of Skin. London: Reaktion Books
2. Semper, Gottfried .El Estilo. Madrid: Azpiazu Ediciones [2013]
3. Rueda Jiménez, Óscar. Bekleidung, Los trajes de la arquitectura. Madrid: Fundación Caja De Arquitectos, [2016]
4. Barthes, Roland. ‘Toys’, en The object reader. New York: Routledge [2009]
5. Foucault, Michel. De los espacios otros, Conferencia dicada en el Cercle des études architecturals, 14 de marzo de 1967, publicada en Architecture, Mouvement, Continuité, n 5, octubre de 1984.
6. Benjamin, Walter. “Desembalo mi biblioteca”, en The object reader. New York: Routledge [2009]
7. Bachelard, Gaston. La poética del espacio. México: Fondo de Cultura Económica, [2005]
8. Rella, Franco Metamorfosis: imágenes del pensamiento. Madrid: Espasa-Calpe, D.L. [1944]
L Á M P A R A
Julia García Gilarranz